Sedmikrásky (Daisies): adolescentes (des)colocadas, poesía y destrucción en tonos pastel
Sedmikrásky es un film del 66 dirigido por
Vera Chitylová, mujer cineasta que se convertiría en una de las
iniciadoras de lo que luego cristalizaría en la tradición cinematográfica
checa, de la que formarían parte artistas de la talla de Milos Forman -One
flew over the cuckooo´s nest, Man on the moon- o Jiri Menzel -Trenes
rigurosamente vigilados, Alondras en el alambre-.
Sedmikrásky -Daisies- es tan rompedora
como cabe esperar si se tiene en cuenta el contexto: son los años sesenta, y el
cine, como el resto de artes, está en plena efervescencia ideológica y
creativa, perfilándose este momento como histórico por su afán de ruptura de
los convencionalismos anteriores. Y es inevitable pensar en esto si volvemos la
mirada a la década inmediatamente anterior, la de los cincuenta, la de la
ostensión y el derroche, en que se consolidaron actitudes tales como el american way of life: recién terminada
la Guerra, la recuperación económica pasará a primar la vida de las personas,
siendo éstos los años del capitalismo extremo, los de la certeza acerca de la
primacía del dinero, que se encontraba por encima, incluso, de la propia psicología
del individuo, que muchas veces tendría que ocultar su verdadero ser para no
sentirse discriminado en una sociedad vil, mezquina y estrictamente rígida en
sus tradicionalismos; algo que, inevitablemente, pasará factura en aquellos
individuos que se opongan a esta rigidez, y que, posteriormente, serán quienes
más defiendan la ruptura en todos los ámbitos de la vida y el arte durante los
años siguientes.
Así, los
años sesenta son (como) los del resurgimiento de las vangüardias de los años
20, pero con una vocación de renovación absoluta, de ir más allá de lo que ya
se había ido, de darle otra vuelta de tuerca a todo -como la novela de Henry James Another
turn of the screw, que daría lugar
a la escalofriante The Innocents-,
de volver a levantarse contra la debilidad estructural del sistema y la rigidez
social tácita y pasar a darle a todo un nuevo aspecto, una nueva forma, y hasta
una nueva corporalidad.
En definitiva, lo que se pretendía en este
momento era sacar a flote el desasosiego y la incomprensión social del
individuo que habían sido contenidos tantos años, pero todo esto codificado de
un modo revolucionariamente nuevo: el lenguaje y los códigos estéticos de este
cine tenían que ser distintos de la tradición cinematográfica directamente
anterior (para que éstos no se entendiesen como meras continuaciones de lo
precedente) si se quería que el mensaje fuese, también, nuevo, y que sobre
todo, chocase, sorprendiese, llegase al espectador con un efecto prácticamente
de shock, para que, en consecuencia, fuese
capaz de reaccionar.
Y a la vez aleccionaba a éste, al referirle una
serie de problemas, reales, a los que el
individuo, tanto a nivel colectivo como particular, se enfrentaba a raíz de los
cambios que habían tenido lugar en las décadas anteriores. Problemas tales como
la guerra total, las invasiones, los bombardeos, el inevitable papel pasivo de
los civiles en los conflictos bélicos, las injusticias y las farsas sociales, la
explotación a la que estaban sometidos los trabajadores, la rigidez del sistema,
la falta de recursos económicos, los problemas con las instituciones y un
grandísimo etc, habían dejado a los individuos desolados, hasta el punto de no
saber cómo proceder para sobreponerse a ellos; debían aprender a convivir con
ellos para poder dejar atrás la pasividad y pasar a tomar parte activa como
forma de solucionar su propia problemática.
Hubo un beneficio mutuo, o compromiso mejor dicho,
en estos años entre el cine y la sociedad, pues así el primero pasaría a dar
cuenta de los problemas de los segundos, convirtiéndose los diferentes films y
obras de arte en una especie de himno
reivindicativo de una generación atormentada y sometida ante el poder. Así, la
discordia y la aversión que los jóvenes y estudiantes empezaron a mostrar
abiertamente en la década de los sesenta, que les llevó a manifestarse ante la
inmovilidad política de los altos cargos, ya sin esforzarse lo más mínimo por
ocultar su descontento, no provocaron sino que los directores que en estos años
empiezan a despuntar vuelvan la mirada -con más vocación documentalística que
nunca si cabe- hacia el desasosiego social, que tratarán ahora constantemente,
aunque no siempre de forma directa ni tampoco en primer término, sino muchas
veces como omnipresente telón de fondo, como marco social en que se proyectaban
los conflictos y trastornos de los seres particulares, tomando forma,
consolidándose y viéndose éstos reflejados y justificados por el contexto en
que se habían visto obligados a vivir.
Así, será Truffaut en Francia quien, a
principios de los 60, despunte con Los cuatrocientos golpes, film en que
se muestra de forma cruda y tremendamente realista -pero sin abandonar por ello
el factor poético que tan bien definirá a la vanguardia francesa de esta
década, la nouvelle vague- los golpes que dará Antoine Doinel por
superar su aislamiento social. Junto a él, Godard,
Resnais, o Rohmer constituirán
la Nouvelle Vague francesa, con
títulos tan emblemáticos como Une femme
est un femme, Hiroshima mon amour, o Pauline
à la plage, respectivamente. Paralelamente, Richardson, Reisz y otros tantos autores, continuarán la línea de
renovación de los franceses, con la tendencia del Free Cinema británico que ya habían inaugurado en la década
anterior a raíz del manifiesto de los
jóvenes airados –los Angry Young
Men,-, con la grandiosa película The loneliness of the long distance runner, o
la
premiada Saturday night and Sunday
morning.
Los frentes fueron numerosos y las ganas y
autores, incontables: en Italia, también en este momento, estaba teniendo lugar
la explosión reivindicativa del Nuovo
Cinema Italiano, pero mientras, el resto de Europa, en concreto la zona
Este, contenida por la represión política, por los regímenes estrictamente
rígidos, por el inmovilismo de muchos detractores de la renovación a todos los
niveles que del arte y de la vida se estaba llevando a cabo, impidieron
cualquier mínimo atisbo de esta revolución vital. Sedmikrasky es por eso importante, porque en medio de un clima
agrio, pudo realizarse y difundirse, dando cuenta del deterioro moral y social
que reinaba en el país, Checoslovaquia. La película se hizo dos años antes de que
tuviese lugar la primavera de Praga,
eludiendo la falta de libertad que propugnaba el totalitarismo del gobierno
checo de Novotny, pero el desenlace fue amargo, o al menos no tan dulce como
muchos habrían querido, pues la invasión de Checoslovaquia por la URSS, si bien
acabó con esta tendencia política de extrema derecha, trajo consigo un
fervoroso comunismo que no vería con buenos ojos la chocante y poética
tentativa subjetiva de Chytilová.
Asi, el film fue censurado, y ella, tachada de artista non grata, aunque su valía es
notable, al haber sido, pese a los contratiempos, la primera checa en osar
desafíar al sistema de su país para narrar, en formato cinematográfico y en
términos surrealistas –pues cuando
la realidad ya solo expresa decadencia, solo se puede apelar a la surrealidad, a lo que está por encima de
la realidad misma, para tratar de explicar o reformular ésta-, los problemas,
preocupaciones e inestabilidades de una porción creciente de individuos que se
habían visto, de repente, dañados colateralmente por problemas políticos que
más que ayudarles en su complejo proceso de construcción y crecimiento a nivel
personal, se afanaban en complicárselo hasta límites insospechados, creándoles
incertidumbre, desasosiego, angustia. Y una pérdida tal de credibilidad en la
humanidad que hace que las dos chicas protagonistas del film lleguen a la
conclusión de que “si el mundo, si las personas, han dejado de ser buenas, si
solo hay corrupción moral en su forma de ser y actuar”, ellas no pueden sino
hacer lo mismo, para estar a su nivel y no verse discriminadas por los demás,
lo que las llevará a realizar una serie de actos irreverentes que responderán también
a la falta de esperanza.
Por eso dejan que las amen sin dar de su parte, mienten, están con hombres de los que solo les interesa su dinero, estropean un banquete, se emborrachan, o dan un vergonzoso espectáculo en público. Y por eso también se pintan de más, porque piden a gritos un poco de atención, esa que su propio estado –vital, de cosas, e incluso el político- les deniega constantemente. Pero también es por eso por lo que llevan coronas de flores en la cabeza, porque aunque solo sea por encima de todo eso, a modo ya solo de mero adorno, aún les queda algo de inocencia.
Y mientras esto sucede, claro, se cuestionan la
muerte, hablan del futuro, de la felicidad, de lo que es y lo que no es el
amor, y se dejan llevar por los ritmos oníricos del soleado y reluciente mundo en
que ambas sueñan vivir, felices, sin preocupaciones. Son chicas que suplican
por un poco de atención, pero ellas lo hacen a su modo.
Además, las peculiares técnicas de postproducción
constituyen un enorme atractivo visual. Son rudimentarias para nuestra
concepción actual del cine, pero muy adelantadas si tenemos en cuenta lo poco que
se hacía en aquellos años. Me recordó bastante a los juegos “mágicos” de
Mélies, como cuando las chicas, jugando, se separan partes del cuerpo, y sus
cabezas, flotando sobre las paredes forradas de periódicos de su habitación,
siguen charlando como si nada. Total, por un poco menos de cordura, que no se
pare el mundo, que todo siga su curso. Del mismo modo, se hace uso de filtros de colores, así como del blanco y negro, y momentos en que la saturación y el tono se vuelven más intensos. También hay pantallas partidas, ruptura de la cuarta pared, saltos espaciales en tiempos consecutivos...
Las dos chicas no tienen nombre, porque representan
a dos de tantas personas alienadas por el sistema, con lo cual su identidad
personal se ha visto diluída hasta haberse perdido por completo. No tienen
nombre, su identidad está deformada, pero no por ello su aparencia, que, al
contrario de lo anterior, es lo único que las define y las diferencia. Por esto
se visten, se peinan y se maquillan a la moda, siguiendo la tendencia de los
sesenta, del contexto real en que se realizó la película, y por esto, ha
terminado de fascinarme. Desde estampados de lunares a gruesos trazos de eyeliner
en los párpados, pasando por vestidos trapecio, stilettos de tacón bajo y ancho, bañadores de talle alto, flores,
estampados geométricos y muchos deseos reprimidos que conseguirán salir a flote
tras haberse reafirmado las dos protagonistas en su idea de la –ya imparable-
obscenidad humana. Y todo esto en una única gama tonal, la de los colores
pastel.
Es una historia dramática? Podría serlo, si, pero también lo contrario, si como las chicas, pensamos en la realidad como una farsa en la que solo se puede ya actuar por imitación de los otros para no ir a contracorriente. Lo bueno es que tiene una moraleja, porque al final, se dan cuenta de que su estabilidad psicológica se irá a piques si siguen así, e intentan arreglar lo que han destrozado, pues en el fondo, su rebeldía es una consecuencia. Así, aceptan la derrota, la interiorizan y aprenden a vivir con ella, aunque su equilibrio vital, como el barco en que se dejan llevar en los últimos minutos de la película, estará ya sumido en la deriva.
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