La Rosa Tatuada, un humilde camionero y un par de rosas más
La rosa tatuada es una película norteamericana del 55, basada en
una obra del célebre dramaturgo Tennessee Williams, conocido también por haber
escrito La gata sobre el tejado de zinc,
La noche de la iguana o Un tranvía
llamado deseo, todas llevadas también a la gran pantalla. El director de la
película, Daniel Mann, no solo llevó al cine esta pieza, sino muchas más,
incluso, literarias, aunque de Williams solo probó suerte con ésta. Y no era
para menos, pues la película, The rose tattoo
en su versión original, cuenta con la italianísima Anna Magnani en el papel
principal, para la que el dramaturgo había escrito expresamente el papel de la
atormentada Serafina delle Rose, pues ambos eran buenos amigos. Y si bien era
la primera película en inglés en la que ella actuaba, no solo cumplió las
expectativas, sino que las sobrepasó, pues, sorprendentemente, fue la primera
actriz italiana, y no británica o americana, en ganar el Óscar a la mejor
actriz protagonista. Y también un BAFTA, a mejor actriz internacional, y un
Globo de Oro, como mejor actriz en un papel dramático.
Y como cabe pensar, por el reparto, el
despliegue de medios, el relato dramatúrgico en qué se basa, la compra de los
derechos de autor de éste, o la trascendencia mediática que tuvo, efectivamente
la película está producida por una de las majors estadounidenses, que ya por
aquel entonces controlaba parte de la industria cinematográfica mundial, en
concreto, la Paramount. Si había respaldo económico detrás, la película,
seguro, iba a funcionar; más bien, tenía que hacerlo si no querían ir a la
ruina, aunque por eso se aseguraban bien antes de contar con un guión eficaz y
un buen reparto que agradase a un público que, por lo general, era de gustos
tradicionales y exigencias más bien pequeñas.
Sin embargo, independientemente
de esto, la interpretación de la Magnani, como ha sido mundialmente conocida,
es estupenda, recae en ella toda la acción fílmica. Es tremendamente bonito
verla actuar, llevándose las manos a la cabeza, desmoronándose y amando, sobre
todo, amando, aunque nunca llegamos a ver su amor en estado puro, Mann solo nos
deja entreverlo. Así, ella desmenuza cada giro dramático de una forma tremendamente
intensa, le da mil vueltas a las cosas, como si fuese la vida misma, quizá
exagerada, sí, pero con mucha verosimilitud, pues si su personaje gesticula y
mueve su cuerpo entero para expresarse, es porque es siciliano, y cualquier
otra interpretación (y los que hayáis tenido el placer de conocer a alguien de
allí lo sabréis mejor que nadie) no encajaría.
Así, la película se desarrolla de
un modo muy épico, pues prácticamente es en los primeros minutos cuando el marido
de ésta impetuosa mujer, un barón siciliano inmigrado apellidado Delle Rose, al
que ella quiere de una forma escandalosa, es asesinado por el tráfico de una
sustancia perjudicial, dejando a la viuda triste y sola en un caluroso pueblo
americano al que años atrás, llegó sin saber ni una palabra de inglés. Pero los
años han pasado, y su luto continúa, y mientras su hija, también Rosa, ha
crecido y madurado, Serafina cada vez sale menos; a pesar de lo simbólico del apellido
de su marido, ella ya no es la mujer pasional que solía ser, está mustia y
apagada, ya no habla, solo grita, y el recuerdo de su marido no hace más que atormentarla
y consumirla más y más, como si lo único que de él le quedase fuese la dolorosa
sensación de las espinas afiladas que llevaba dibujadas con tinta en el pecho, tatuaje
que da nombre a la película .
Esta reminiscencia hará que se
vuelva aún más loca cuando unas viles vecinas la informan de que su idealizado
amor en realidad la engañaba con una croupier, que como la droga con que él
traficaba, le enganchó hasta matarlo. Ante esta revelación, Serafina acude a su
párroco para descubrir los turbios secretos de confesión de su marido, pero él
se niega, en una cruda escena en la que hay uno de los pocos travellings de la
película; es día de feria, la gente está exultante, y ella corre ansiosa por
descubrir una verdad que no acabará por reconocer nunca, y la cámara la sigue,
entre la multitud, con los ojos desbocados y el corazón en un puño, dando fe
cinematográfica del inestable viaje a la locura que está a punto de emprender.
Pero él no puede reconocerle nada por su compromiso eclesiástico, y mientras,
de espaldas, escuchamos su negativa, en un efectivo plano, solo veremos la cara
de ella, las muecas, las súplicas, los llantos, ya que su rosa, como a ella le gustaba llamarlo, no podría haberle hecho
algo tan poco digno de una flor.
Y será entonces, en este caótico
momento de inflexión, cuando aparezca el humilde y bonachón Alvaro
Mangiacavallo, quien la ayudará a reponerse del disgusto y le dará un amigable
y tremendo hombro en que apoyarse; es camionero y pobre, pero tiene un tremendo
corazón, y también músculos de infarto, y tras una serie de locas peripecias, la
dura e intransigente Serafina acabará embelesada y satisfecha con su optimista
forma de ver la vida. Y mientras tanto, su recién graduada hija ha encontrado
al amor de su vida, un marinero con el que terminará por casarse, al que su madre
por fin ha dado el visto bueno, pues muy en la línea de las arraigadas
tradiciones católicas italianas de la época, le ha hecho jurar ante la Virgen
que no pretende aprovecharse de su hija, que en el fondo, es la rosa más pura
de toda la familia. Y es curioso pues, al menos en dos momentos diferentes del
film, Serafina intenta, en vano, correr tras su hija para darle un reloj como
obsequio por haber acabado el colegio, pero en ningún momento llega a
alcanzarla, como si el tiempo no quisiese avanzar fuera de la casa, como si le
estuviese dando una nueva oportunidad de seguir y empezar otra vez, como si le
regalase un nuevo comienzo a partir del que volver a ser feliz y florecer de
nuevo.